A mi derecha, hay una pareja hablando en otra lengua que no alcanzo a descifrar. Decido que es turco, pero realmente no tengo idea.
Mientras, escucho a un hombre hablar inglés y a otra familia en la distancia intercambiar palabras en español. Sonrío y me inclino hacia atrás, dejando que las palabras que entiendo y las que no resuenen en mis oídos mientras vamos pasando de estación en estación en el metro en el que estoy.
Si hay una palabra que describa una estancia en Nueva York es la diversidad. La diversidad está inequívocamente presente en cada esquina. Es como un centro de encuentro entre culturas, aquellas aceptadas y otras un tanto marginadas. Los latinos somos muchos aquí, también.
Todos tratando de hacerse espacio en esta vasta ciudad repleta de rascacielos y frío en un invierno prolongado. Todos van de prisa. A veces choco con otras personas. Pido disculpas con quien sea que haya colapsado de alguna manera, pero cuando volteo, esa persona extraña que posiblemente no volveré a ver ya ha cruzado la avenida.
La impaciencia entre los que habitan aquí es muy evidente. Es el segundo nombre y apellido de los neoyorquinos. Se manifiesta en las caras de molestia en medio de filas para ir al baño, pedir comida o sacar una tarjeta para tomar el metro. Es como si todos estuvieran inscritos en un maratón eterno para llegar a cualquier lado en todo momento. Es una de las primeras cosas que me chocó la primera vez que pisé esta ciudad que, verdaderamente, nunca duerme.
Mi primera impresión con Nueva York, hace un año, no fue la mejor. Me quedé con esa sensación de “es interesante y viva la ciudad, pero no puedo con el ritmo agitado de vida en ella”. Decidí que no me interesaba tanto regresar. Que no me llamaba mucho la atención la impaciencia de los demás, la manera tan alocada en la que todos cruzan las calles, los edificios que tapan los rayos de sol y el invierno que no parece tener fin.
Pero regresé.
Volví a chocar con otras personas, volví a presenciar la inquietud constante de la ciudad, extrañé los rayos de sol que obstruyen los altos edificios y el frío me llegó a los huesos otra vez a pesar de las múltiples capas de ropa que llevaba encima.
Pero también noté las improvisadas presentaciones musicales en medio de la espera por el tren subterráneo. ¡Cuánto deleite ver a una banda de rock en una estación y escuchar ópera en la siguiente! Ver a un joven tocar guitarra y ver a otro hombre tocando música jamaiquina del otro lado.
Disfruté de una caminata agradable mientras atardecía en Central Park y volví a quedarme sin aliento con la vista desde el Empire State Building. Nos perdimos de día y noche cuando tomábamos el metro, pero no nos importó demasiado. Eso nos llevó a presenciar más actos musicales en otras estaciones desconocidas.
Aprecié que la paciencia no está del todo ausente, que el cariño, la atención y la gentileza también se dejan sentir en medio del frío. Lo pude notar en la bolsa de comida que llevaba una señora para repartirle a aquellos que no tenían y en la manera en que un joven corrió para devolverle un sombrero a una señora que se le había caído mientras caminaba por la ciudad.
En está ocasión, mientras cruzaba el Brooklyn Bridge, no miré a los edificios con tanto recelo. Seguiré siendo fanática de las montañas, playas y el sol, pero pude apreciar mejor el trabajo de los arquitectos que diseñaron estas construcciones que parecen tocar las nubes en el cielo. ¡Cuán imponentes pueden llegar a ser! Como diciendo, “mírame, aquí estoy yo”.
Seguiré prefiriendo las noches estrelladas, pero las luces del Time Square tienen cierto encanto entre fotos y fotos que se intercambian las culturas reunidas en este lado del mundo. Solo en esos momentos, el reloj que parece perseguir a todo el que pise esta ciudad, se detiene.
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