lunes, 30 de julio de 2018

Recordari

Según el diccionario de la Real Academia Española, la palabra «recordar» proviene del latín «recordari», que significa «pasar a tener en la mente algo o alguien del pasado». Otro diccionario cibernético indica que «re» quiere decir «de nuevo» y «cordis» es «corazón». Volver a pasar por el corazón a alguien o algo del pasado. 


 El pasillo era oscuro, pero familiar. No tenía reloj, ni recordaba cómo había llegado aquí, pero sabía que era alrededor de las 8 de la mañana de un día cualquiera. Tenía un bulto en la espalda que no era muy pesado pero tampoco demasiado liviano.

 Observé las paredes, pintadas de azul oscuro y algunas oficinas de cristal a lo largo del corredor con algunas luces encendidas. Actuaba de manera automática, siguiendo mis pasos. Mi cuerpo sabía a dónde se tenía que dirigir, aún si yo no estaba segura de qué tenía que hacer o por qué estaba aquí. Parecía estar perdida en el tiempo, en algún recuerdo lejano.

 Continúe caminando y entonces me detuve en seco cuando la vi, a través del cristal de una oficina, sentada mientras hablaba con otra mujer que no reconocí.

Tenía la misma dulce sonrisa. Me notó en la distancia y me extendió sus brazos, como si fuera un día como cualquier otro al llegar a su oficina. Pelo corto, bien peinado. Ropa elegante, color negra.

 Dije su nombre en voz alta, todavía sin poder procesar lo que estaba pasando.

“Laura”, me contestó de inmediato al tiempo que se ponía de pie.

Y ahí estaba su voz, aquella que pensé ya había olvidado, Sin pensarlo mucho, me acerqué y ambas nos fundimos en un cálido abrazo. Segundos después, todo a mi alrededor desapareció.

 Ese era el abrazo que nunca pude darle una vez comenzó su proceso de quimioterapia, hace poco más de 4 años ya.

 No podía creer que estaba allí, que la estaba escuchando, que la estaba abrazando. Y que era una imagen exacta a cuando la veía en su oficina, mucho antes de que fuera diagnosticada con la terrible enfermedad que le arrebataría la vida meses después. Tenía miedo de olvidar el sonido de sus carcajadas, la calidez de sus palabras y lo bien que se sentía estar en su presencia.

Tenía miedo de olvidar las facciones de su rostro y la delicadeza de sus manos. Curioso como la mente puede proyectar perfectamente, en un sueño, cada pequeño de alguien que ya no está contigo. Cada pequeño detalle de ella que en mis recuerdos diarios creí se habían desvanecido.

 Solo tenía una foto junto a ella, cuando comencé a trabajar como estudiante jornal en mis tiempos de bachillerato en la UPR.

 Lo demás estaba en mi memoria, que poco a poco, con el tiempo, se fue tornando difusa. Un año después de su muerte, ya había enterrado algunos recuerdos también.

 Quizá eso es lo que hacemos cuando queremos olvidar momentos tristes o frustrantes.

Ella fue más que lo que decía su puesto en la facultad en la que laboraba. Era la consejera de los estudiantes, la que velaba porque todo estuviera en orden y la que alegraba a muchos con sus carcajadas que retumbaban por el pasillo de la oficina.

Ella era la “mamá gallina” de todos nosotros, como yo le decía. Estaba pendiente de que siguiéramos los estudios al pie de la letra. Cuando estábamos tarde para alguna clase, nos ordenaba recoger y emprender camino para llegar al salón a tiempo.

 También me regañaba si se enteraba que no había desayunado en las mañanas. “Ve y desayuna, y entonces trabajas”, me ordenaba antes de tomar asiento en la oficina. Y era una orden. Y si de mal de amores se trataba, allí estaba ella para decirme que levantara la cabeza y me secara las lágrimas.

Era luz. Y lo seguirá siendo.

 Era entrada la noche cuando recibí la noticia de su muerte en diciembre de 2015. En lo único que podía pensar era en qué hubiera dado por abrazarla una última vez. Cuatro años después, ese deseo, a su manera, se volvió real.

domingo, 8 de abril de 2018

Lost?


22.3.18.



 Los nervios que había sentido minutos antes parecieron marcharse cuando mi hermano menor me dejó en el aeropuerto. Decidí, en el camino para acá, que no podía dejar que la tristeza y el miedo ganarán en este viaje que estaría a punto de tomar.

 El vuelo ha sido inesperadamente suave. El avión partió de San Juan a eso de la 1:41 de la mañana, y aunque he tratado de dormir un poco, no he podido cerrar mis ojos por más de 5 minutos consecutivos. Iba pegada a la ventana. Constantemente, me inclinaba hacia ella. Aun sabiendo que lo único que encontraría sería total oscuridad.

 Los auxiliares de vuelo caminando de un extremo al otro del avión. Personas durmiendo o viendo películas. Luces tenues en los pasillos. Todo en orden. A una hora de haber despegado, todavía tenía en mis manos el brochure con las instrucciones a seguir en caso de una emergencia en el avión. O en caso de que saliéramos vivos de esa emergencia.

 Cada vez que me monto en una nave de estas, escucho atentamente las instrucciones que ya me sé de memoria. Cojo el manual, que ya he leído unas 30 veces anteriormente, y me agacho para tratar de agarrar la cinta debajo de mi asiento, intentando identificar dónde estaría mi chaleco salvavidas.
 Y, aunque encuentro la cinta (la mayoría de las veces), intento halarla un poco. Pero nunca sale nada. ¿No se supone que en una emergencia sea fácil accesar el chaleco salvavidas? Siempre me frustro cuando llegamos a esa parte de las directrices que dan antes de que el avión alce vuelo.

 Resignada, devuelvo el manual al bolsillo del asiento de al frente.

 Me encuentro ansiosa por lo que encontraré del otro lado, una vez me baje del avión. No lo suficientemente ansiosa como para desear gritar que regresemos a Puerto Rico. Iría presa de todas formas si hago eso en pleno vuelo, así que aunque quiera, esa idea está descartada automáticamente.

Pero no puedo evitar admitir que entre mis planes estaría contemplado aterrizar, quedarme en el aeropuerto y tomar un vuelo de regreso. Sin haber pisado la ciudad. Y mentirles a todos, diciendo que pasé un fin de semana de maravilla y que las clases estuvieron geniales. Cuando me pregunten de qué eran, diré que realmente es más de lo mismo. “Nada que no haya tomado en la universidad”, diría. Y no abundaría demasiado. "Tengo que consultar mis notas", volvería a decir cuando me pregunten otra vez.

 Pero eso es algo que no haré. No. No. No.

Sonrío al pensamiento y me inclino en mi asiento. No encuentro la palanca para echar mi silla hacia atrás, tal como hicieron mis vecinos asiáticos que se encuentran plácidamente dormidos en la fila que compartimos. No he cruzado una palabra con ellos en todo el trayecto.

 Cierro mis ojos por duodécima ocasión cuando noto el reflejo de una luz que proviene de afuera. Los abro rápidamente y me acerco a la ventana.

 Rayos. Literalmente, rayos. Estamos pasando por lo que parece ser una tormenta eléctrica. Veo, casi a la perfección, la forma exacta de las nubes cada vez que se manifiesta un rayo e ilumina todo a su alrededor en plena penumbra. Lluvia. Océano. Nubes. Rayos. Noche. Toda esa combinación parece ser un perfecto-hermoso -caos.

No podría imaginarme cómo sería estar allá abajo. De seguro no estaría admirando este fenómeno de la misma forma en la que lo admiro desde mi asiento a miles de pies de altura. Así que decido aprovechar disfrutarme este momento.

 Casi no parpadeo por no querer perderme lo que mis ojos andan viendo. Estamos en medio del aire, en medio del vasto océano, camino a Boston. Es de madrugada. La oscuridad nos abraza. Y hay una tormenta a la que le estamos pasando por el lado. Las imponentes nubes me provocan escalofríos. Y cada segundo de este instante es tan único, tan enigmático, tan mío.

 Me permito cerrar los ojos para recordar el extracto de un poema de Viggo Mortensen, mi eterno crush de Lord of The Rings:

“Oceans take our secrets 
what we don’t want to see or smell anymore. 
We feel anonymous we feel clean when
 we throw our past away. It will wash, we think. 

It will sink it will drift far from this shore. 
It will disappear. 
Maybe the fish will eat our words 
maybe lost or spurned loves 
will help deep-sea feathery green plants grow.”

 Lo recito en mi mente e internamente imagino que todo aquello que me preocupa y todo aquello que me ha atado de una u otra forma cae en el abismo de la tormenta perfecta que ando observando.

 Se queda ahí y llega al fondo del mar. Las palabras que ya no quiero escuchar. Aquello que ya debo olvidar. Aquello que debe ser redimido. Aquello que quizá no me ha dejado crecer o disfrutarme momentos como debería. Se queda ahí. En el fondo de este inmenso, aterrador y hermoso océano. La tormenta se lo llevará.

 “Maybe lost or spurned loves 
will help deep-sea feathery green plants grow.”

 Ya falta poco para aterrizar. Ha comenzado a amanecer. Puedo ver la luz asomarse por la ventana. Aunque no es del todo claro todavía.

Mientras nos acercamos al aeropuerto, veo nieve. Aquella que solo veía en películas o noticias. Carros en la distancia. Edificios. Toda una ciudad despertándose. Y yo llegando por primera vez a ella.

 Espero encontrar lo que busco aquí, pensé. Pero todavía no estaba segura de lo que estaba buscando en realidad.

 Bueno, sí. Nuevos escenarios, conocer personas de distintos medios y paisajes diferentes, el crecimiento profesional a través de las conferencias. Todo eso venía en el paquete de lo que esperaba encontrar. Pero en el fondo también quería sentirme completa nuevamente. Que estaba haciendo esto sola, y que podía hacerlo sola.

 Después de todo, este viaje nació en una noche de ganas por hacer algo distinto luego de María y luego de varias desilusiones que se unieron para ese mismo tiempo en el que todo parecía un poco perdido o desorientado.

Eso nos hizo sentir María. Eso nos hizo sentir la respuesta de gobernantes tras María. Eso me hizo sentir el corazón roto de una historia inconclusa en tiempos de María, también.

 Pero ya estaba aquí. El avión había aterrizado. Con mi equipaje a la mano, me dispuse a adentrarme en lo inesperado que estaba a punto de vivir.

sábado, 17 de febrero de 2018

El arte de perder


 The art of losing isn’t hard to master;
so many things seem filled with the intent to be lost
that their loss is no disaster.

Lose something every day. Accept the fluster
of lost door keys, the hour badly spent.
The art of losing isn’t hard to master.

 Then practice losing farther, losing faster:
places, and names, and where it was you meant to travel.
 None of these will bring disaster.

 I lost my mother’s watch. And look!
my last, or next-to-last, of three loved houses went.
The art of losing isn’t hard to master.
 I lost two cities, lovely ones. And, vaster, some realms I owned, two rivers, a continent.

I miss them, but it wasn’t a disaster. —Even losing you (the joking voice, a gesture I love)
 I shan’t have lied. It’s evident the art of losing’s not too hard to master
 though it may look like (Write it!) like disaster.

 -One Art, Elizabeth Bishop

 Ese poema fue mi mantra cuando perdí mi casa aquel 20 de septiembre, de 2017. No estaba deprimida, pero estaba cerca de estarlo.


 Mi pérdida no se podría comparar con el dolor de otras familias, con pérdidas mayores y realmente devastadoras.

Mi pensamiento y corazón estaban con aquellos que conocí y aquellos que nunca conocí y que experimentaron el verdadero dolor de las consecuencias de un huracán categoría 4 (¿o 5?). De igual forma yo me enfrentaba a un tipo de luto, en otra escala.

 En el 2017 se quedó el hogar que me vio crecer. Allí se quedó con el eco de mis alegrías, llantos, ilusiones y desilusiones de esos años. Con aquellos recuerdos amargos y con esos recuerdos de esperanza.

 La primera vez que vi la casa, luego del huracán, mi mente se quedó en blanco. No podía reaccionar, no podía pensar. Solo recordé como, días antes, estaba empacando y acomodando todo, haciendo memoria de dónde iba cada cosa para cuando me tocara regresar y desempacar otra vez. Solo que eso no pasaría.

Y ya estaba preparada, mentalmente, para ese momento.

 Los días subsiguientes que regresé para botar cosas dañadas, tuve una extraña mezcla entre desolación y paz. ¿Cómo es posible sentir ambas cosas? Un lado de mi gritaba. Otro lado sabía que mi tiempo había caducado aquí mucho antes de María y que mi pérdida realmente no era tan devastadora como podía pensar.

 Y aun así, lloraba hasta quedarme sin lágrimas en las noches porque me sentía perdida. Sola.

 Mis padres se tuvieron que ir por un tiempo con mi hermano mayor a Estados Unidos porque las condiciones para ellos (especialmente para papi) eran deplorables. Sin agua ni luz, con filas interminables para poder conseguir lo esencial (si es que había) era una situación extremadamente difícil y cruel para personas mayores con condiciones de cuidado. Ellos tuvieron esa opción, pero muchas familias no tenían esa oportunidad.

 La familia de la novia de mi hermano menor nos albergó por unos cuantos meses. En aquel tiempo en que nos debatíamos qué finalmente haríamos.

 En la oscuridad completa de la noche, en pleno apagón de electricidad en la Isla, solía llegar del trabajo, tomar una silla y sentarme a ver las estrellas. Haciendo un mapa mental de qué cosas podría hacer para sobrepasar esta etapa. Pero de todas maneras acepté vivir en el momento de pérdida momentánea y de lejanía familiar.

 Repasaba, también, el poema Los heraldos negros, de César Vallejo.

 Hay golpes tan fuertes en esta vida...¡Yo no sé!

 Ya han pasado, aproximadamente, 149 días de ese amargo suceso. Ya no me duele tanto lo que sucedió porque esa herida buscó su manera de cerrar, cicatrizar. Ya volví a tener una casa y ya mi familia regresó.

 Pero una parte de mí se quedó en aquel espacio, ahora lleno de hojas y escombros. Y estoy en paz con eso.

 It’s evident, the art of losing’s not too hard to master though it may look like (Write it!) like disaster.

De vuelta al 2011

No había pensado en él estos años. Solo recordaba, de mil en cien, algunas cosas o eventos relacionados a la clase de guiones. Mayormente, p...